Estamos demasiado cansados, y encima solo se atisba en la mirada. El estado de ansiedad permanente con el que la gente humilde convive es la última vuelta de tuerca de un sistema basado en la opresión por aplastamiento. Una prensa sostenida sobre el pecho que a cada crisis aporta una losa que acorta la respiración. Las conversaciones giran en torno a la angustia, la enfermedad, el trabajo o su ausencia y de cómo nos cuidamos entre iguales. Del maltrato institucional, del agravio y la pena. La fatiga es una compañera perpetua y perdemos las horas tranquilizando a amigos y familiares con mentiras piadosas y verdades dulcificadas para no añadir cargas innecesarios a espaldas demasiado dobladas.

La pandemia creó, inocentes que somos, la sensación de que la evidencia de la importancia de los servicios públicos cambiaría el paradigma y que afloraría una política que buscara cuidar en vez de oprimir. Cambiar la dinámica de relación tóxica con las relaciones laborales y públicas, con los modos de crear enlaces entre lo privado y lo institucional poniendo lo común como elemento troncal de la vida. Pero solo ha conseguido incidir en la instauración de la culpa en la clase trabajadora como elemento sustancial de su existencia. Ya no solo la clase trabajadora es responsable de su situación socioeconómica, sino también de su salud. Enfermas por tu culpa, una sublimación de la individualización de las relaciones sociales.

Salvador Illa nos dice que tenemos que quedarnos en casa porque nos esperan semanas duras, pero Isabel Díaz Ayuso que sigamos con nuestras vidas con normalidad porque Madrid no puede parar. A la ansiedad por la propia vida, por la subsistencia, por la salud de los seres queridos se añade la angustia constante que supone escuchar a todas horas a quien actúa contra nuestros cuerpos y mentes como si les pertenecieran. La ciudadanía mira con sus ojos cansados por encima de la mascarilla pidiendo auxilio para que alguien sea capaz de proporcionarle certezas, o por lo menos, al menos, de no proporcionar elementos que alimenten la crisis nerviosa continua en la que viven. Demasiado vapuleados están.

La sensación de urgencia constante de los mensajes que conminan a que los ciudadanos cuiden las medidas de seguridad contrasta con la inacción y la gestión negligente de quienes nos dicen que la situación es muy grave pero siguen sin tomar medidas. La infodemia te acosa, precisa de un ejercicio constante y profundo de contextualización, de investigación, de comparativa de datos para poder trazar una mínima verdad entre los relatos y las mentiras de quienes juegan con las vidas ajenas para garantizarse un rato más de poder y salario. Y es agotador, porque seguimos engañándonos creyendo que quienes nos gobierna en Madrid no puede tender a la sociopatía y por encima de sus espurios intereses políticos tendrá un mínimo de empatía para los que más sufren. Pero es mejor no seguir con la ceguera voluntaria y aceptar que somos marionetas en sus juegos de guerra. Estaremos menos cansados y podremos sacar algo de orgullo.

Los pies arrastran y los abrazos nos faltan. Los brazos pesan y ni siquiera podemos sonreír a los vecinos con los que nos cruzamos. Dormimos con drogas y el lorazepam nos asiste, también, cuando necesitamos estar ocupados. Pasamos más horas mirando el techo y con las manos entrelazadas sobre el pecho que compartiendo un momento con los que amamos. Hemos decidido dejar de ver a quien más queremos como único remedio para cuidarlos. Es jodido, agota, nos muele el alma. Pero en tiempos de individualismo grotesco que sirvan estas líneas de acompañamiento, que sepas al menos que no estás sola y que ojalá lo que no cuentas a nadie pueda curarse. Somos muchos, y duele, pero estamos juntos.