En política existen enfermedades fulminantes que acaban con proyectos y otras de más amplio espectro que afectan a la organización tiempo después de que se inflingieran las heridas. Un ejemplo de la primera es Ciudadanos, en solo unas elecciones un proyecto que aspiró a ganarlas hace no demasiado tiempo casi llega a desaparecer por las malas decisiones de Albert Rivera. El caso de Podemos es diferente, las heridas autoinflingidas están empezando ahora a desangrar a la formación de Pablo Iglesias. Y es cierto que grandes poderes económicos y mediáticos hicieron por agravar esas pústulas y echarlas sal, pero lo que más está afectando a Podemos no son actores externos, sino sus propios errores.

La inapelable derrota en las elecciones de Euskadi, donde Podemos ha llegado a ser la fuerza más votada en las elecciones generales, y la desaparición en Galicia, tras haber ilusionado y ser la segunda fuerza política con una confluencia fresca y poderosa, marcan el principio del fin de la que fue una organización disruptora que estuvo a punto de poner en jaque a las fuerzas vivas del poder en España. Pueden mirar hacia actores externos que no cabe duda que han hecho todo lo posible para perjudicar a Podemos, las cloacas del Estado han existido, pero han hecho más daños los navajeos internos. Sin duda.

La descapitalización del proyecto ha sido sin duda el mayor hándicap de Podemos, de un partido que perdió el oremus en sus luchas internas y acabó viendo traidores en cada despacho de la sede. Pablo Iglesias tuvo sus razones para desconfiar, pero tras ganar Vistalegre tuvo que hacer mucho más para, de manera eficiente, y no solo estética, integrar a muchos errejonistas que solo por ir en otras listas quedaron marcados para la formación. Un proyecto que acaba prescindiendo por acción u omisión de Nagua Alba, Manuela Bergerot o quizás el mayor talento que ha dado la política en España en los últimos años, Pablo Bustinduy, es un proyecto fallido. Una descapitalización que no solo se ha dado por arriba, las primarias de Madrid fueron una escabechina en cuadros medios y tejido base del partido que aseguraba la implantación territorial y el espíritu original de la formación de estructura de pirámide invertida. Ya nadie se acuerda de los círculos que dieron forma al partido, su conformación y propia imagen.

Ramón Espinar e Íñigo Errejón aprovecharon la debacle para cobrarse cuitas pendientes, a pesar de que ellos son dos de los máximos responsables. Porque fueron dirigentes importantes e hicieron todo aquello que ahora denuncian. La sangría que se originó en las primarias de Madrid, precisamente entre ellos dos, fue el principio del fin de la formación. El duelo abierto y descarnado, transparente de la peor manera a los medios, y que desguazó a la formación fue propiciado por ellos como cabezas de listas que competían. Los usos y costumbres de una disputa interna que tuvo como protagonistas a Espinar, como enviado de Iglesias, y Errejón es el paradigma de la enfermedad mortal que ahora empieza a asomar. Para el trazo fino de aquellas vergonzantes horas para la formación ya hay mucho escrito. Pero aquello tiene poca solución, de Pablo Iglesias y la dirección actual depende encontrar el remedio.

En las facciones de Podemos necesitan culpar a los adversarios internos de los problemas que existen ahora en el partido y de los malos resultados. Siempre el culpable es el otro. Pablo Iglesias es el máximo responsable porque aún es el líder y dirige la formación, pero Errejón, Espinar, Monedero, Bescansa y todos y cada uno de los que participaron de las luchas intestinas también tienen su parte alícuota. Igual que fueron parte importante de la creación y el auge, son responsables de lo que Podemos es ahora, de los daños causados, su destrucción y de sus resultados. Por acción, dirección, fragmentación o deslealtad. Fue su obra en origen y lo es en destino.