La palabra relato está de forma tan extendida en el debate público como parte indispensable de la construcción del argumentario político que hemos olvidado su acepción más profana, que no es más que la que se dedica a la narración estructurada de sucesos con el lenguaje y que se conforma en novelas, cuentos, películas o cualquier construcción literaria o cinematográfica. La apropiación hegemónica del concepto relato en palabras de los gurús que dirigen a nuestros líderes ha provocado una intoxicación que afecta de forma determinante al modo en el que nos acercamos a la ficción. Todos quieren controlar el relato y por eso la ficción está entre sus objetivos. Acaparar la forma en la que nos contamos para poder ejercer un control casi exclusivo sobre la forma y el fondo en el que se enseña nuestra historia, real o ficcionada, es vital para el éxito de unas ideas. Porque la historia que se enseña de cada país no es más que la construcción de un relato fijado por posiciones políticas predominantes.

Los sindicatos policiales reaccionaron de forma furibunda ante la serie 'Antidisturbios' de Rodrigo Sorogoyen, que por otro lado es quizás una de las mejores producciones para televisión que jamás se ha hecho en España. El motivo por el que Jupol y otros sindicatos del cuerpo policial bramaron es que no salían en la ficción de la forma dulcificada similar a la que se suele dibujar en la opinión publicada a un cuerpo como las Unidades de Intervención Policial. Aunque paradójicamente son unas de las que peor fama tiene entre la ciudadanía por su agresividad y por su propia actividad a la hora de disolver manifestaciones o actuar en desahucios.

El sindicato consideraba que la serie denigraba al cuerpo policial al mostrar a un subgrupo de la UIP como corruptos, violentos y cocainómanos. Como si la placa les eximiera de poder ser corruptos, violentos y cocainómanos, no ya en la realidad, que ejemplos sobrados hay, sino en la pluma de un guionista. Una reacción de tal tipo solo puede darse en quien considera que tiene la exclusividad para mostrar a la opinión pública cuál es la imagen que tiene que mostrarse del cuerpo, la de los ángeles custodios que persiguen a los malos y que tienen como único deber moral la defensa de los más débiles. Controlar la forma en la que se nos cuenta la historia.

Los relatos a veces se vuelven en contra de quien pretende controlarlos y arrojan resultados que sorprenden y escandalizan a quien los dirige. Una encuesta publicada esta semana decía que el 60% de los jóvenes no sabían quién era Miguel Ángel Blanco, un desconocimiento sobre la memoria histórica reciente de nuestro país completamente inaceptable que tiene dos causas fundamentales. La primera está en la misma encuesta, la mitad de los españoles siguen pensando que ETA está activa. La ingente cantidad de recursos de la derecha española y sus satélites mediáticos en priorizar que la banda terrorista sigue operando para, con su antagonismo, sacar rédito electoral es la que ha sepultado en el olvido la memoria cierta que sí merece recuerdo, porque construir un relato basado en la mentira ocupa tantas horas y letras que sepulta el conocimiento de lo relevante. La segunda es el currículo escolar.

La historia que nos contamos como país nace de los medios y la ficción de forma mayoritaria. La academia la fija pero lo popular la expande a conveniencia. Es el relato político el que marca el canal de lo conocido y lo eludido, un currículo escolar construido para negar el conflicto y obviar lo más negro de la historia reciente es terreno abonado para el conocimiento de un determinado relato político interesado y no del conocimiento íntegro de la historia común.

La ausencia absoluta del estudio del franquismo y la transición en los institutos nace de la idea de la amnesia necesaria surgida del régimen del 78 para que nuestros jóvenes tengan un desconocimiento absoluto de un periodo de nuestra historia imprescindible para conocer comportamientos y estructuras presentes. Pero el relato tiene una solución para seguir cegando a nuestras generaciones sobre la existencia del genocidio franquista. Incluir el terrorismo de ETA en el currículo de la asignatura de historia obligaría a no saltarse los años de su conformación, el antagonista con el que nació, y la historia previa a su surgimiento. El relato hegemónico siempre tiene una solución, crear una asignatura que solo hable del terrorismo de ETA, como un suceso natural sin contexto ni antecedentes.

El intento vano del control absoluto del relato en una sociedad democrática provoca a sus ejecutores angustias, úlceras y malos ratos al aproximarse a relatos incontrolados desde las instituciones. Muchos jóvenes saldrán del instituto sin saber quién es Miguel Ángel Blanco, pero también sin saber quién es el torturador Melitón Manzanas, que en la Guardia Civil hubo torturadores, que el Estado usó el terrorismo, o que los antidisturbios vacían ojos de manifestantes o mataron a Íñigo Cabacas. Un antidisturbios metiéndose una raya también es parte de nuestra historia, aunque lo cuente una serie.