Tinte color caoba, nariz grande, estatura media baja. La vi siempre que fui al centro de salud de la calle Delicias de Madrid. Fueron unas cuantas veces durante 18 años, ninguna grave. Arrastraba los pies y la fregona, su gesto delataba cierta desidia ante su trabajo y a veces saludaba. A su paso, el olor a pino del friegasuelos. Escurría el agua con ganas.

Era ella en la que me fijaba para darme paz en la espera, un elemento de distracción como cualquier otro. Como las señoras achacosas, los niños inquietos, los abuelos despistados. Pero ella era la de siempre, como eran los tatuajes de mi médico de cabecera. Llegó la pandemia y les perdí de pista. Y encima cambié de barrio.

En otoño de 2015 faltaba personal en el hospital universitario de Getafe. Ese cuyas columnas color lila se ven desde la carretera de Toledo. Lo sé porque fuimos a ingreso por mes durante un año. Lo sé porque yo estaba sana y me entregaba a las conversaciones ajenas para esquivar las balas de los diagnósticos y las analíticas. Enfermeras doblando turnos, auxiliares que no daban abasto, celadores desbordados. Ningún honorable diputado de la Asamblea tuvo que recordármelo. Éramos muchos entonces. Son más ahora.

La noche que dio fin al estado de alarma la pasé en las urgencias de la Fundación Jiménez Díaz. Llegué de día y salí de madrugada, con un diagnóstico incierto que me hizo llegar a casa y dictar de forma muy pomposa lo que debía hacerse tras mi muerte. Tres meses después, supe que era alérgica al anisakis y que, si el Altísimo así lo requiere, seguiré dando la turra durante un tiempo. El lunes siguiente entré en directo con Carlos Alsina y con Antonio García Ferreras. Me puse muy digna, haciendo ver que yo era una vez más la voz del pueblo que denuncia las deficiencias del sistema sanitario español.

Al día siguiente me escribió una señora por Instagram. Me dijo que lo que yo había vivido ese sábado de mayo era lo que ella ve cada fin de semana en su hospital. "Imbécil", le faltó añadir. Ya se lo pongo yo.

En septiembre de este año, 99.314 residentes en la comunidad esperaban para una intervención quirúrgica. Casi 4.000 más que en septiembre del año pasado. Más de 640.000 esperaban para una primera consulta externa. Unas 142.000 más que en septiembre del año pasado. También había 190.721 ciudadanos esperando para su prueba diagnóstica o terapéutica, casi 40.000 más que en septiembre de 2021.

A veces el barro y el barrio te llaman, y tú te dejas llevar y entras de lleno, aunque te manche el cuello. Escuchas las declaraciones de Isabel Díaz-Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, cuando asegura que "nadie entiende que haya habido un 60% de bajas sobrevenidas" de los profesionales sanitarios ante la reapertura de las urgencias. Lees que durante la noche de Halloween 26 de los 80 centros sanitarios 24 horas de la Comunidad de Madrid funcionaron sin un médico en el dispositivo y una docena de ellos ni siquiera pudieron abrir.

Y sabes que lo personal es político. Que el debate volverá a ensuciarse. Que se acusará a los sanitarios de ponerse enfermos de repente, a la oposición de ensuciarlo todo y de organizar huelgas y boicots y con ello perjudicar solo a los pacientes de la sacrosanta sanidad madrileña. Esa que lleva en precario al menos desde 2015, cuando empecé a frecuentarla diez días al mes. Esa que un sábado cualquiera se colapsa, con o sin estado de alarma.

Esa que lleva mal desde hace tiempo. Mucho antes de que tú te dieras cuenta, imbécil.