Hay algo fascinante en todo lo que rodea a la tauromaquia. La estética, los colores, el silencio y los aplausos. Hay también algo terrible, la sangre y la violencia envuelta en pases y una estocada final, pero también en eso hay algo bello e inexplicable, de pintura negra, de cultura vestida de tortura. El domingo volvieron los toros a Madrid y mucho antes de que volvieran, justo en el momento en el que se anunció que eso sucedería, bastaron dos horas para agotar las entradas. Había ganas, había liquidez. Había libertad, que al final es lo que importa.

El público que acude a los toros en Madrid encajaría a la perfección con cualquier sondeo demoscópico. Están los señores engominadísimos, puro en mano y barriga prominente, fruto de las visitas al asador a devorar un entrecot de medio kilo, que hace tiempo mandaron a paseo su aspecto físico. Están las señoras que los acompañan, entregadas a las crudités y a la familia a partes iguales. Hablan poco, pero saludan y saben de buenas maneras. Qué más se le puede pedir a la vida.

Hay otros aficionados, normalmente señores, de esos que siempre parecen estar enfadados, encantados de contarte que ellos harían todo mejor en el albero y en la vida. Es gente entretenidísima con una enciclopedia taurina en su cabeza, que insultan con gracia y de vez en cuando, como me pasó una vez, sacan de una bolsa unas lonchas de chorizo de su pueblo y las comparten con los vecinos de asiento.

Luego hay un montón de gente dispar y tan plural como el Congreso de los Diputados. Cuando yo iba, siempre llevaba unos prismáticos que me regaló mi padre para ver a los ocupantes de las barreras y a los de los burladeros, esos visitantes esporádicos a los que además de la afición les tienta el gañote. A quién no le ha pasado.

Son personas unidas por una afición y también por un singular masoquismo que les empuja a aguantar dos horas sentados en un hueco estrecho, incómodo y jugando con tus propias rodillas para no clavarlas en la espalda del de delante. Benditas sean ahora las distancias de seguridad.

A los toros va mucha gente famosa, carne de fotogalería de la revista ¡Hola! Si cada español me diera un euro por mis aciertos en esa quiniela, hace tiempo que habría dejado de ser autónoma y me dedicaría al rentismo.

Este domingo fue la Infanta Elena con sus muchachos, esos especializados en saltarse los cierres perimetrales porque el mundo y la impunidad les dibujó así. También Luis Figo, al que auguramos un esplendoroso futuro en política, una vez demostrada su certeza con el balón y con su densidad capilar. Hay más gente a la que conozco porque llevo muchísimos años leyendo prensa del corazón y me enorgullece mi memoria para retener primeros y segundos apellidos de gente con la que nunca veranearé.

Hay algo de anacrónico en el espectáculo, incomprensible para algunos de los nacidos en los últimos 15 años en España. Tan incomprensible como la monarquía y la iglesia católica, por ejemplo. Hay algo decepcionante, como la apropiación de la tauromaquia por parte de una parte del hemiciclo. Como si gustarte los toros formara parte de los requisitos para ser un buen español y eso sólo se consigue si votas a la derecha o a la extrema. Mis sospechas las confirmó el periodista Vicente Zabala de la Serna, que mostró en su perfil de Twitter la propaganda que repartía Nuevas Generaciones a la entrada de la plaza y en la que se podía leer: "Vuelven los toros a Las Ventas. ¡Gracias, Ayuso!".

La candidata falló a su cita con Las Ventas, a pesar de que estaba incluido en su agenda. Siempre nos quedará Beatriz Fanjul.