A los 23 años, nada más casarse, mi madre empezó a ahorrar dinero. Las vueltas de la compra, lo que sobraba de cualquier otro recado. Eran aquellos tiempos muy precarios, llenos de deudas, pero en aquella caja de zapatos iba construyendo lo que ella denominaba "nido". "Lo hice por si tu padre se iba un día de casa y me dejaba con una mano delante y otra detrás. Tú por cierto, deberías tener el tuyo. Todas deberíamos tener uno", me decía.

Mi madre no tenía estudios y nunca trabajó fuera de casa. Cada primer día de mes anunciaba como si fuera pregonera municipal: "Manolo, mi sobre". Mi padre se iba al banco y venía con el sobre y un sueldo mensual para sostener parte de los gastos de la familia. Y de aquel sobrante, más nido.

Ya muy mayor, decidió contarme dónde lo escondía. "Por si me pasa algo", confesó mientras las dos comíamos. Mi madre nunca tuvo tarjeta de crédito porque decía que aquello no era dinero de verdad y mi padre nunca se fue de casa. Cuando nos quedamos huérfanas, mi hermana y yo nos repartimos aquel nido y volvimos a partirnos de risa con esa ocurrencia materna.

Cuento esto hoy 25 de noviembre, Día Internacional contra la Violencia de Género, porque mi madre pertenece a esa generación de españolas en las que solo las privilegiadas tenían estudios superiores, en las que reinaba el ver, oír y callar con lo que pasaba de puertas para dentro.

Mujeres que hoy son en su mayoría pensionistas, en un segmento de la población envejecida en las que dominan por abrumadora mayoría. Que asumieron que casarse era una forma de vida, traer al mundo los hijos que dios mandaba, que aquel hombre era el que las había tocado, y no había que quejarse en exceso. Dónde iban a ir ellas, ovejas descarriadas en busca de dueño. Mucho peor era quedarse soltera, la infertilidad y otros pecados que podían pegársete al cuerpo.

Cuento esto porque en tiempos de negacionismo y feminismo valiente y radical, porque viene de raíz, esas mujeres siguen estando presas de su silencio. Quizá sepan que exista el 016 pero llevan décadas anuladas, con una autoestima cosida a golpes. Temerosas de todo y aferradas al amor por unos hijos en lo que quizá a veces se hayan refugiado; o quizá se hayan callado también por ellos, para evitarles disgustos, para evitar que los golpes del padre también recayeran en ellos.

Cuento esto en 2022 y cuando han pasado 25 años del asesinato de Ana Orantes. Aquella mujer que fue a televisión a contar su drama y trece días después fue asesinada por si exmarido. La quemó viva en la casa en la que un juez había determinado que siguieran conviviendo.

Cuento esto por nuestras madres, abuelas. Las que se callaron por no hacernos llorar. Las que llevan décadas sufriendo y no saben lo que significa ponerse unas gafas moradas. Nuestras viejas, llenas de golpes y sin nido.