El retrato de 'La duquesa fea' nos revela más sobre el pintor y su cultura que sobre ella misma. Nos dice que las mujeres entradas en edad no pueden vestir como lo haría una damisela, porque entonces la imagen se vuelve monstruosa. Pero algo tiene esta vieja, y el pintor Quinten Massys lo sabía bien, que atrapa nuestra mirada mucho más rápido que un retrato bonito. Y esta es la principal característica de la fealdad: su constante desafío a las reglas establecidas. Sobre todo ello reflexiona profesora de Literatura Inglesa, Gretchen E. Henderson en 'Fealdad. Una historia cultural' (Turner, 2015).

Estas reglas varían en el espacio y en el tiempo. Sirenas, esfinges y cíclopes... en la cultura clásica lo monstruoso es un híbrido entre lo humano y lo animal, mientras, en el antiguo Egipto estos híbridos son deidades a las que adorar. ​La diosa hindú Shiva era un ser de aspecto maligno para Marco Polo,​ y el rey Pakal se deformó el cráneo de acuerdo a los estándares de belleza mayas. ​Mientras, lo deforme en Europa ha sido siempre objeto de repulsa o, con suerte, cierto interés. Desde los enanos de Velázquez que rodeaban a la corte española, a Julia Pastrana promocionada como la mujer animal en los carteles de feria de época victoriana. ​

El imperio del ojo europeo

Porque son 'ellos', 'los otros', los que no se consideraban enteramente humanos por no tener los atributos europeos pertinentes, los que se convierten, ya en el siglo XIX, en 'casos de estudio' dispuestos en zoológicos. Una de ellas fue Sara Baartman, esclava sudafricana cuyos genitales fueron diseccionados y expuestos tras su muerte en el museo del Hombre de París. Aquí en Madrid, el parque del Retiro se convirtió en un zoo compuesto por filipinos. ​

La fealdad como protesta

Después de los movimientos sociales y el progreso en los derechos civiles, lo feo se convierte en subversivo. La artista perfomativa Orlan reivindica la fealdad operándose el rostro. Quiere la frente de La Mona Lisa, el mentón de la Venus de Boticelli y los ojos de la Psyque de Gerard. Los estándares de belleza acaban por ser grotescos también en un mundo donde el problema no es suyo, si no nuestro. ​