Vio el sol, redondo y amarillo colgado sobre el horizonte, a tan solo unos pocos centímetros, y no pudo resistirse a caminar hacia él. Roberto Bolaño pasó aquella noche de julio durmiendo en un banco del parque Corpus Christi, de la Colonia Guadalupe Tepeyac. O quizás en el paseo marítimo de Castelldefels, eso lo mismo da. El caso es que cuando llegó el alba se sentó en su cama improvisada, se subió el cuello de la chaqueta y enlazó un cigarro detrás de otro, hasta que la corona del astro apareció a lo lejos y las manos se le calentaron levemente.

"A su paso, en las las veredas, brotaban escritores que nunca existieron"

Minutos después vio el sol, allá arriba, tan solo a un palmo de los campos que se extendían ante él, o los edificios, o el mar, siempre depende. Y decidió caminar hacia él. No iba a ser ardua la empresa, pensó. Total, él ya no era nada, no era materia. Solo aire y recuerdo. Algo de esencia y mucho de alma. Algo para lo que aquella caminata no suponía ningún daño.

Pero a medida que comenzó a caminar, dejando atrás pastos primero, ciudades y playas después, el sol se fue elevando, escapándose de él lentamente como en un cuento infantil. Bolaño, lejos de ser persona de arrebatos y enojos, asumió su lenta y momentánea derrota como el que sale de casa sin paraguas sabiendo que va a llover. Convencido de que el riesgo merecía la pena, por absurdo que fuera el triunfo. Y se mantuvo fijo en el camino. A su paso, en las las veredas, brotaban escritores que nunca existieron.

"Su mirada esquiva buscaba la poesía en las cosas de la calle, como una baldosa rota o una chica pelirroja"

Caminó durante toda la mañana, empapando de su esencia a un grupito de jóvenes que charloteaban despreocupados en una plazuela. Dejando poso sin quererlo. Con la chaqueta sobre el hombro soportó el calor extremo del verano por no perder su abrigo para la noche. Y tras sus gafas redondas, su mirada esquiva buscaba la poesía en las cosas de la calle, como una baldosa rota o una chica pelirroja.

A mediodía entendió que jamás alcanzaría al sol, pero no se amilanó. Se sentó bajo un pino mirando el mar desde la Ermita de Sant Joan de Blanes, cerca de una señora que, descalzada en un banco, trataba de entender qué necesidad tenía el libro aquel que sujetaba en sus manos de recrearse tanto en la violencia. Al otro lado de la montaña, en la piscina de un chalet de lujo sobre Cala de Sant Francesc, otro hombre en bañador cerró el mismo libro. No estaba entendiendo nada.

"Dos jóvenes poetas planeaban el manifiesto de un nuevo y definitivo movimiento literario"

Pero cuando Bolaño se levantó, dejó la chaqueta olvidada y con ella se quedó una idea, compleja, vagando por entre los arbustos y las copas más bajas de los árboles. A la altura necesaria para hacerle entender a aquel hombre la necesidad de aquellas cinco historias unidas. Y le explicó a la señora descalzada el poder de la repetición absoluta. Cómo abruma, percute, cansa, aborrece y después, al otro lado de la desazón, deja la esencia del dolor.

A media tarde entró en un café de una ciudad indeterminada, quizás en Suecia, y pidió un cortado al que echó medio azucarillo. Dos jóvenes poetas planeaban el manifiesto de un nuevo y definitivo movimiento literario en una mesa del fondo, sin reparar en la sombra de Bolaño, que poblaba tanto el café como su propio texto.

Comenzó el sol el descenso definitivo, cayendo sobre el mar como un inglés en un hotel de Mallorca. Convencido de que era una fiesta, ignorando su propio funeral. Y se le vio a Bolaño perderse por entre las dunas de la costa. Dejando a su paso huellas imborrables de una vida normal.