Cinco semanas bastaron para el pueblo alemán de Oberstdorf. Se encontraban en el último coletazo del invierno y aquel 5 de marzo de 1939, apenas un mes después de las elecciones que habían encumbrado al Partido Nacionalsocialista al poder el 30 de enero, los vecinos de aquel pequeño pueblo de los Alpes, en la frontera con Austria, acudieron a votar en las elecciones federales.
En ese tiempo los habitantes de Alemania, y los de toda Europa en realidad, se habían dado cuenta de que lo que habían votado les iba a cambiar la vida. Y así fue. Aquellos fueron los últimos comicios libres que vivieron hasta 1946. A partir de aquel momento, su alcalde pasó a un segundo plano y una nueva voz, el líder del partido en la zona, acaparó los discursos y la autoridad.
El alcalde rebelde
A pesar de perder poder, el alcalde nazi, Ludwig Fink, ayudó a varios judíos a escapar de los campos de concentración. Lo hizo evitando en el registro municipal nombrarles como "Israel" a los varones y "Sara" a las mujeres, palabras que identificaban en el Tercer Reicha los judíos y que les suponía una losa de la que no podrían escapar jamás.
'Un pueblo en el Tercer Reich' es una crónica de esos días en los que el fascismo se coló por debajo de la puerta de todas las casas
Su historia, y la de muchos de los habitantes de Oberstdorf, se cuentan en Un pueblo en el Tercer Reich, una crónica de esos días en los que el fascismo se coló por debajo de la puerta de todas las casas y sus ideas y sus acciones fueron, poco a poco, viéndose como algo natural. Este ensayo, lejos de las grandes episodios del siglo XX, trata de explicar cómo fue el día a día para la mayoría de alemanes en un régimen que solo trajo dolor.
Fink, además, fue capaz de ocultar la epilepsia de uno de sus dos hijos a los nazis. Y lo hizo por una buena razón. La epilepsia era un trastorno cerebral suficiente para costarte la vida en aquellos años. Para los nazis, cualquier ser humano con una tara física no era merecedor de pertenecer a la raza aria y eran ejecutados.
La atroz realidad
Como le ocurrió al pequeño Theoror Weissenberg. Él nació ciego, y cuando los nazis llegaron al poder, fue señalado, apartado, despojado de sus ropas y gaseado. Junto a él, murieron muchos otros niños con condiciones que los nazis consideraban indignas.
Por supuesto, pocos alemanes hubieran apoyado años atrás a quienes promovieran un crimen tan atroz, asesinar a miles de niños, pero ocurrió. Y ocurrió en multitud de lugares, grandes ciudades y pequeñas aldeas. Y también ocurrió en Oberstdorf, un pueblecito a kilómetros de Berlín que no aparecerá en los libros de Historia, pero en el que cada uno de sus habitantes tiene una historia que podría explicar cómo el nazismo golpeó la vida de la gente corriente.
Muchos de sus vecinos fueron fanáticos convencidos. Otros, simplemente lo aceptaron como algo que no se podía evitar. Hubo quien calló por temor al terror nazi. Y, por supuesto, bastantes lucharon en silencio para tratar de frenar el horror. Como un matrimonio holandés afincando en Oberstdorf, que compró un hotel para convertirlo en un sanatorio para niños judíos. Allí los registraban como arios para luego llevarlos a salvo a Suiza.
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