Julia Boyd y Angelika Patel

Traducción: Claudia Casanova

Editorial: Ático de los Libros

Año de publicación original: 2025

Una de las constantes desde la segunda mitad del siglo pasado ha sido preguntarse cómo pudo el pueblo alemán comulgar con los horrores del nazismo o, planteada al revés, cómo pudo el nazismo normalizarse en la sociedad alemana cuando, desde fuera, todas las señales anunciaban el infierno que se vendría encima. Aunque, efectivamente, una parte de los alemanes abrazaron las ideas de Hitler, la inmensa mayoría, incluso entre aquellos que le votaron, sufrieron las consecuencias de un régimen intolerante y autoritario.

Julia Boyd y Angelika Patel retratan el día a día de un pequeño pueblo envenenado por el nazismo

Un pueblo en el Tercer Reich, de Julia Boyd y Angelika Patel, trata de responder a esta pregunta adentrándose en la vida de un pequeño pueblo cercano a Austria, Oberstdorf, donde no ocurrieron grandes hechos que aparezcan en los libros, pero que ilustra a la perfección lo que supuso el nazionalsocialismo en el día a día de la gente corriente.

La vida "indigna" de Theodor Weissenberger

Theodor Weissenberger puede que naciera ciego o puede que las gotas que le puso la matrona nada más nacer y que le hicieron llorar a rabiar le dañara las córneas. Sea como fuere, Theodor Weissenberger era un niño ciego que se crio en una familia humilde, huérfano de padre y con dos hermanos que fueron sus ojos los primeros años de vida que pasó en Oberstdorf.

Theodor pronto desarrolló una habilidad especial para la música y su paso por distintas instituciones educativas le hubieran permitido adquirir un gran número de habilidades que le permitirían llevar una vida plena, si los planes de Hitler no se hubieran cruzado en su camino.

Se registró a todos los niños con afecciones o anomalías que los nazis consideraban "indignas para la vida humana"

El 18 de agosto de 1939 se hizo obligatorio en Alemania el registro de todos los niños con afecciones o anomalías, por leves que fueran, que los nazis consideraban "indignas para la vida humana" y que chocaban con su idea de la raza aria. Así pues, todos los niños ingresados en las distintas instituciones del país que fueran registrados serían "eutanasiados" bajo orden de la "Fundación Benéfica para la Cura y el Cuidado Institucional", en uno de los seis centros que se abrieron por todo el país para tal misión.

Los niños eran llevados al centro, se les obligaba a desnudarse, se les miraban los dientes (quienes tuvieran algún diente de oro eran marcados con una X en la espalda) y posteriormente se les hacía pasar a una cámara de gas en la que eran asesinados. A los niños con la X en la espalda y se les arrancaban los dientes de oro y luego, a todos los que consideraran, se les extirpaban los órganos para experimentos. Finalmente eran incinerados y sus cenizas, mezcladas las unas con las otras, se entregaban a las familias que pudieran pagar por ello.

A las familias se les mandaba un informe médico en el que se les decía que los niños habían muerto de enfermedades varias, como la neumonía, y poco habían podido hacer con ellos. Para que no sospecharan, cambiaban las fechas de la defunción, variaban la enfermedad y se aseguraban de no comunicar muchas muertes iguales en breves periodos de tiempo en los mismos lugares.

Todo esto está documentado, y es una de las muchas historias que Julia Boyd y Angelika Patel han recogido en este libro para explicar el impacto en el día a día del nazismo en la vida de los alemanes corrientes. Alemanes que vivían en pequeños núcleos de población, en los que habían vivido sus padres y sus abuelos y en los que todos se conocían y que no sospechaban que a partir del 5 de marzo de 1933 los nazis fueran a gobernar su día a día.

La vida en Oberstdorf

Cuentan en el libro que Oberstdorf era el último pueblo al que se podía llegar por carretera antes de cruzar a Austria. Un lugar apartado, pobre hasta la llegada del turismo de invierno que esquiaba en sus montañas, en el que sus habitantes se daban al cuidado de sus tradiciones. Es por eso, por el amor a la preservación de su historia, por lo que un libro como Un pueblo en el Tercer Reich ha podido ver la luz.

El trabajo de sus autoras ha sido posible gracias a la exhaustiva documentación de todas y cada una de las actividades del pueblo, desde los plenos del Ayuntamiento a las reuniones de sus diferentes clubes y asociaciones.

Examinando toda esta documentación han conseguido escribir esta crónica del pueblo desde la Primera Guerra Mundial, cuando la mayoría de los habitantes perdieron a un hombre de la familia y los que regresaron lo hacían con trastornos mentales o mutilaciones físicas. Documentado queda también el descontento de los años posteriores, cuando el hambre se instaló en cada una de las casas y cómo ese hambre y esa sensación de humillación se fue trasformando poco a poco en una rabia que los nazis supieron alimentar y de la que se adueñaron.

'Un pueblo en el Tercer Reich' es un libro que pondrá los pelos de punta por la similitud de lo que se cuenta con nuestro presente

Un pueblo en el Tercer Reich es un libro excelente que entusiasmará a todos los amantes de la historia y pondrá los pelos de punta por la similitud de lo que se cuenta con nuestro presente. No pretende justificar el infierno en el que los nazis convirtieron el mundo, pero sí entender por qué tanta gente buena votó por un partido que claramente iba en contra de sus intereses y que reguló hasta qué música podrían escuchar.

Entre las vidas que se cuentan, muchos fueron fieles al Fürher hasta el final de sus días, otros se dieron cuenta pronto de lo que estaba ocurriendo y otros, simplemente trataron de capear el temporal por miedo a ser ejecutados. De hecho, otro de los protagonistas es Ludwig Fin, un alcalde nazi que no solo salvó a su hijo epiléptico de morir en una cámara de gas, también ayudó a quienes huían del Holocausto, permitiéndoles la residencia y omitiendo añadir en los registros "Israel" y "Sara", los nombres que los nazis obligaron a añadir para identificar a los judíos.

Como nos dijo Julia Navarro durante la presentación de El niño que perdió la guerra, "hay que aplaudir a los héroes, pero no podemos culpar a la gente por querer sobrevivir".

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