“Ha tenido suerte”, nos dijo un médico cuando al vigésimo primer día de su llegada a la UCI lo pasaron a planta. Cuarenta y ocho horas más tarde, mi padre pedía el alta voluntaria porque “aquí me estoy volviendo loco”. Normal. En esos veintitrés días, mi progenitor había estado al borde de la muerte y se había despertado con la mitad de su cuerpo paralizado. Una parálisis con la que convive (y tendrá que convivir) el resto de su vida.

Pero si algo odié desde el primer momento en que el ictus se instaló en mi familia es que nadie te sabe decir qué pasa cuando vuelves a casa. Cuando ya no hay enfermeras que te ayuden a levantarlo, ni médicos que se cercioren de que esa gota de sudor no significa que le esté dando otro ictus.

Supongo que es un poco la misma sensación que tienen los padres primerizos que regresan a su hogar con su pequeño recién nacido. De ahí que cada día que pasaba, tanto en la vida de mi padre, como en la de mi madre, mi hermana y la mía propia, fuese un lienzo en blanco que nadie sabía cómo iba a resultar.

No mentiré al decir que me cuesta escribir este texto sin derramar alguna que otra lágrima. La putada (no tengo otra manera mejor de expresarlo) del ictus es que cambia física y mentalmente a la persona que lo sufre.

Por tanto, los que le rodean deben aprender a lidiar con su nueva imagen (tanto por dentro como por fuera). En el caso de mi padre, cierto es que ha conseguido andar por sí mismo. Pero no como andamos tú y yo. No. Levantando la cadera y arrastrando la pierna. Algo que le agota, a pesar de darle una independencia motora que no recuperará jamás completamente. En cuanto al brazo y la mano, cero movilidad.

Suerte, nos dijo aquel médico. Entiendo que burlar a la muerte es un éxito para un profesional de la medicina e incluso para mi padre, pero hay días en los que estoy segura de que mi progenitor hubiese preferido no salir de aquel hospital: “Hija mía, no sabes lo que me cuesta vivir ahora mismo. Arrastrar continuamente una parte del cuerpo es agotador. No sentirla como tuya. Tenerla como dormida todo el día”.

Mi padre hablaba muchísimo. No callaba. Ahora, cada vez charla menos. Y no es porque no quiera, es que no puede: “Me pesa la lengua y me cuesta pronunciar”. Por no hablar de los días en los que parece perdido o incluso ido. Él dice que no cree que le pase eso, pero le pasa. Los médicos nos dijeron que a nivel neurológico se encontraba bien, pero puedo asegurar que mi padre no es el mismo tras el ictus.

Lo que los médicos no le contaron a mi padre es que tras el ictus nunca volvería a ser el que había sido y que necesitaría ayuda para casi todo. No diré que hay enfermedades mejores que otras, jamás se me ocurriría. Pero sí que creo que el ictus es de las que se llevan parte de la personalidad de una persona por el simple hecho de robarle a quien la sufre su movilidad.

Mi padre ya no juega al tenis, no va a nadar a la piscina, no acude con sus amigos a ver a su equipo de fútbol favorito porque no aguanta más de 10 minutos sentado en esas sillas de plástico duro que antes le vieron saltar y gritar de alegría o decepción, y no trabaja (tuvo que jubilarse anticipadamente).

Hobbies y profesión le fueron arrebatadas de golpe y porrazo. Dos piezas fundamentales en la vida social y personal de una persona. ¿Te imaginas que te quitasen todo eso de un día para otro? Por no enumerar que no puede ducharse solo, ni prepararse la comida, ni cortar una simple manzana.

A pesar de todo, debo decir que creo que mi padre se considera afortunado. Sigue disfrutando de la vida (como buenamente puede), aun sabiendo que no la exprime al máximo. Un sentimiento de frustración que debe pesar mucho y que he alcanzado a observar en otros muchos afectados por un ictus en los diferentes centros de rehabilitación que hemos visitado.

“Por lo menos lo seguís teniendo a vuestro lado”, me decía hace poco una amiga cuyo padre falleció cuando tenía 18 años. Lleva toda la razón del mundo. Sin embargo, lo que ningún médico me dijo a mí es que mi padre jamás volvería a abrazarme.

No miento. Un abrazo consiste en rodear a la otra persona con ambos brazos. Y mi padre solo puede abrazarme con uno. Nunca me había parado a pensarlo hasta que un día en el que ya era capaz de ponerse de pie y mantener el equilibrio, me dio un abrazo. Fuerte, pero incompleto.

Y ahí comprendí que un ictus o cualquier otra enfermedad que trastoque la independencia física y la capacidad de movimiento de una persona hacen que su vida nunca vuelve a ser igual. Ni peor, ni mejor. Simplemente diferente. Y oye, una cosa os voy a decir. Le he cogido el gusto a los semi abrazos. Menos es nada.