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EL FETICHE DE PERDER OBJETOS EN EL ANO

Hablé con cirujanos que extraen objetos del ano a gente que practica sexo con ellos (y otras cosas)

Los protagonistas de esta historia son un bote de laca, un calabacín y una funda de puros. Luego tenemos a tres médicos sentados en una mesa, todos cirujanos, y un televisor que nos molesta con los gritos de una famosa venida a menos. Las viejas glorias siempre joden el presente con sus miserias de geriátrico.

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El mayor de todos no deja de repetir que la humanidad es un excremento evolutivo, algo que los otros dos confirman con leves movimientos de cabeza. "Yo opero por pura vanidad, por la arrogancia de dejar a otro imbécil caminar por el mundo. Después llego a casa, enciendo la televisión y me pregunto por qué".

Van cuatro rondas de cerveza, un debate sobre el procés y dos escapadas sigilosas para echar un par de cigarrillos. Entonces uno habla de objetos "perdidos" en el ano, y el resto le seguimos.

Dónde está el puro

“Me sentaría gustoso, doctor, pero es que no puedo”. Aquello dijo el tipo que entraba por Urgencias, blanco como una pared y tenso como un aficionado antes de un penalti. Le acompañaba su mujer, quien lo había traído estirado de mala forma en la parte de atrás del coche.

“Mire, yo le explico lo que ha pasado y ustedes ya deciden: se me ha quedado en el ano, dentro -bien adentro-, un funda para puros que me dieron en la boda de mi primo. Lo de mi primo lo cuento sin más, para que entienda las fundas a las que me refiero -esas de plástico duro, ya sabe-. Pues una de esas”.

Lo más interesante del asunto, si es que puede haber algo más interesante que recibir a un tipo con una funda de puros dentro del recto, fue escuchar la explicación -por otro lado, completamente innecesaria- sobre aquello que le había llevado a meterse una funda de plástico por el ano hasta perder el contacto con ella, como una sonda espacial que abandona toda señal de radio.

“Doctor, los motivos del dolor son inescrutables. Sé que no es así la frase, pero usted me entiende: uno está ahí, en casa, con cosas que no debería aguantar nadie en esta vida, y de repente se le ocurren medidas desesperadas para ponerle fin al asunto. Pues eso me pasó a mí, doctor, con estas almorranas que me están matando.

Alguno pensará que me he vuelto loco, pero es que no podia más. Por eso decicidí meterme la funda, a ver si eso me aliviaba la flor que parece haberme salido ahí detrás. Digo flor porque mi mujer lo llama así, “La Flor”, quizá porque parece menos grave. El caso es que estaba yo solo, con aquello hablándome idiomas, y, sin saber muy bien por qué, cogí la funda del puro y comencé a trabajar el problema con mucho cuidado.

No había nada sexual en ello, entiéndame, pero el dolor era enorme y me habían dicho, Federico y los otros, que lo suyo es 'empujarse' el tema para que vuelva a su ser. Yo no hice caso hasta ese momento, lo prometo, doctor. Pero estaba desesperado y recordé a los compañeros diciendo aquello de 'empujarse' y 'descansar', 'empujarse' y 'descansar'...

Lo hice de lado, por si esto le ayuda en el diagnóstico. Primero sólo una parte y después ya todo, porque vi que cabía y pensé “empujar es empujar, y en algún lado hará tope”. Pues se ve que no hace tope, doctor, y yo no me di cuenta hasta que ya era tarde: tenía la funda metida entera y, aunque intenté sacarla de mil formas, no hubo manera de moverla.

Lo cierto es que empezó como un dolor, y me asusté de lo lindo. Fue como un espasmo. Y allí se quedó 'la pieza'; ni para adelante ni para atrás. No me atreví a llamar a mi mujer hasta pasado un rato, a ver si yo lo movía de alguna forma. Pero nada. Me tocó llamar por teléfono, ya sin poder sentarme porque me pinchaba como un demonio, y decirle a Mariana que viniese a por mí, que me había pasado algo en el culo.

Y aquí estoy, doctor. Hágame el favor y saque el asunto, que esto me está matando”.

La mujer, seria como en un entierro, levantó la cabeza y dijo:

“O puro non estaba na funda”.

Recuerdos de viaje

La sala estaba llena de médicos y todos miraban lo mismo: una radiografía donde podía verse, con una claridad sorprendente, el bote de laca que en esos momentos descansaba alojado en el recto de un hombre.

En cuanto al tamaño, sólo decir que era un bote de viaje, de esos un poco más pequeños y que incitan, en los momentos de soledad hotelera, a abrir la imaginación y otras partes del cuerpo. Bueno, al menos eso dijo el chico cuando explicó, con total tranquilidad, que llevaba un bote de laca metido en el culo y que no había forma de sacarlo.

El caso es que la historia se había complicado en la parte superior del recto, justo en el esfínter interno.

Para no entrar en detalles, podría resumirse todo esto en que el esfínter interno no entiende si se le está estimulando por un lado o por otro, y se abre cuando algo llama a la puerta. Pues a él se le abrió cuando un bote de laca llamaba desde abajo, y la insistencia del sujeto hizo que cruzase 'el marco' para saludar al Sigma.

El equipo no sabía qué era mas impresionante, la radiografía o el estoicismo del chaval. Por eso, de camino al quirófano, a alguien se le ocurrió preguntar si estaba preocupado. El chico, sin perder la seriedad ni un segundo, le respondió:

“Por supuesto; no quiero que sea la última vez que me meto algo por el culo”.

No se lo digan a nadie

Tenía más de sesenta años, vivía solo y no dejaba de repetir: “no se lo digan a mi familia”. Daba igual que le tuviesen que operar, que la historia se complicase o que se quedara en el quirófano. No podían avisar a la familia.

El proceso, evidentemente, es el mismo: un objeto entra, decide no salir, el sujeto va a urgencias y, con explicaciones o sin ellas, se le pasa a quirófano y se le libera del indeseado huésped anal. Fin del problema.

Pero este caso, como los dos anteriores, no es uno más. Porque detrás de la estupidez que implica hablar sobre objetos alojados en el recto -como algo periodístico- se esconden algunas historias que merece la pena escuchar y, sin embargo, no serán contadas -no en detalle, al menos-.

Por ejemplo, la de un hombre de sesenta y cinco años que jamás pudo decirle a su familia “me gustan los hombres”, y tuvo que esconderse hasta el final, sin posibilidad de diálogo, por miedo a que el resto se avergonzase al saber lo que hacía en la intimidad.

Esas historias deben esconderse detrás de un calabacín, una funda de puros o un bote de laca. De ahí que los protagonistas sean objetos y no personas; las segundas desaparecen detrás de las risas y el morbo, llevándose consigo la vergüenza y los motivos para ahorrarse, ya que estamos, las explicaciones.

Y así, mientras algunos se preguntan por qué todavía es necesario gritar en la calle, otros guardan silencio y piden que, pase lo que pase, “no se lo digan a nadie”.

Esfínter externo, esfínter interno

Me acaban de explicar cómo funciona el movimento vagal y cuál es la diferencia entre el esfínter externo y el interno. Sería de lo más irresponsable tratar de reproducir aquello, sobre todo porque es algo que uno puede leer en cualquier libro y evitarse los múltiples errores que un periodista puede cometer al intentar hablar, una vez más, de lo que no conoce.

Pedimos otra ronda, pero el camarero nos dice que ya se acaba la noche para ellos. Nosotros, personas intencionadamente irresponsables, valoramos la posibilidad de cambiarnos al Infierno, el bar de al lado. Dos dicen que sí; el tercero que no, y al final la idea se nos convierte en mala, así que la cambiamos con promesas que acaban en “otro día”, “la próxima” y “avísame”.

Bajo por San Bernardo y cruzo hacia Gran Vía pensando en todas las historias que me han contado, las que vienen aquí y las que no. Al final de San Vicente llevo medio reportaje en la cabeza. Entonces veo la glorieta y a los coches entrando en el túnel, una forma patética de recordarme lo que hemos hablado.

-Perdona, ¿tienes fuego?-, me pregunta una mujer.

-O puro non estaba na funda-, le respondo.

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