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OFICIOS RELACIONADOS CON LA MUERTE (II)

Hablé con una forense y con un enterrador y así es ir a trabajar con la muerte

Isabel es forense y ha trabajado en situaciones de grandes catástrofes con múltiples víctimas, o ha hecho levantamientos de cadáveres y autopsias a bebés de días. Francisco lleva 20 años en el oficio de enterrador y más de 15.000 muertos a sus espaldas. Trabaja en el madrileño Cementerio de San Justo y, a menudo, entierra a difuntos con técnicas del siglo XIX dada la imposibilidad de usar un elevador eléctrico.

-Forenses

ForensesGetty Images

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En esta nueva entrega de los oficios relacionados con la muerte, conocemos en profundidad el trabajo de Isabel, forense, y de Francisco, enterrador. En sus vidas profesionales, en las que están en continuo contacto con difuntos, valorando daños, transportando, exhumando e inhumando cadáveres, han tenido tiempo de meditar sobre la importancia de la vida y la muerte.

Están en contacto con la muerte casi a diario. Sus ojos y sus manos ven, analizan, transportan, certifican, tasan daños, inhuman y exhuman cuerpos sin vida. Un panadero trabaja las masas, mezcla, observa, hornea, toca el producto con sus propias manos. Ellos manejan cuerpos.

Sé que la comparación no parece afortunada, y que incluso pudiera resultar irrespetuosa, pero, de cara a un día a día en el que debes tratar con cadáveres, resulta comprensible acostumbrarse a que la muerte es una materia que debe procesarse despojándose de los mitos y terrores que flotan alrededor de ella.

"Exactamente con el mismo respeto con el que un panadero procesa una masa que será comida por otros, así debíamos tratar nosotros los cuerpos, que serán comidos por los gusanos. Y no lo digo con mala uva; me parece que es así y punto", me dijo Manuel, un enterrador jubilado de 89 años, cuando le pregunté por el acostumbrarse al contacto diario con cadáveres.

Fue también el único que habló de un tema que sobrevolaba todas las entrevistas con personas que trabajan alrededor de la muerte, pero que nunca llegaba a posarse: lo que hay después de la muerte. "Yo no lo sé, nunca lo voy a saber, y no creo que nadie pueda saberlo. Pero seguro que todos los que entrevistes te van a decir que en los cuerpos ya no queda nada de la persona", afirmó Manuel con seguridad.

Ya nombré, en la primera parte de este artículo, la fascinación que muchos vivimos por personajes de ficción que trabajaban con la muerte, que la tenían cerca: La familia de 'A dos metros bajo tierra', Vada Saltenfuss, de 'Mi chica', Alison Bechdel... En los últimos años, series como Dexter y CSI han puesto los focos en la medicina forense, obligándonos a mirar con un respeto reverencial a las personas que se dedican a esas tareas. Ya entrevistados oficiantes de funerales y tanatopractores, pasemos al lado más tradicionalmente terrorífico del asunto. Entrevisté a una forense y a un enterrador. Esto fue lo que me contaron.

Isabel, forense

La idea del forense está revestida, quién sabe si por tantas ficciones que nos los muestran así, de una dureza especial ante la vida: personajes con la mirada velada y la armadura siempre puesta a causa de tanta muerte junta puesta casi a diario frente a sus ojos.

Técnicamente, los forenses son el enlace entre la justicia y la medicina, los que ayudan a comprender y valorar la parte médica en el ámbito del derecho, así como la valoración legal de una muerte. Y, efectivamente, una parte de su trabajo incluye las autopsias.

"En lo que respecta a fallecimientos, somos los encargados de descartar la posibilidad de que haya intervenido algún tipo de violencia en la causa de la muerte, y de ser así, tenemos que determinar qué tipo de violencia ha intervenido", explica Isabel.

Los forenses actúan en homicidios, suicidios o accidentes, o cualquier muerte sospechosa de criminalidad, que después puede ser violenta o no. "La mayor parte de este tipo de muertes son súbitas, y por tanto casi siempre suelen ser naturales, pero hay que descartarlo, y para ello hacemos el levantamiento del cadaver, la autopsia y todas las pruebas que sean necesarias", cuenta Isabel, a la que el mundo relacionado con la muerte, así como la psiquiatría, le llamaron la atención desde pequeña.

A lo largo de los más de diez años trabajando como forense, la idea de la muerte ha ido cambiando para ella. "Obviamente, el contacto directo te hace más consciente. Desde luego, no creo que los forenses veamos la muerte como la mayoría de la gente. Yo soy más consciente de que la gente muere, se suicida, es asesinada, porque lo veo constantemente. Estas cosas ocurren, no deben ser un tabú", afirma con vehemencia.

Hay una decisión y un optimismo natural que sobrevuela por encima de la voz de Isabel. Intento imaginarla observando el cuerpo hecho trizas de alguien que ha sufrido un accidente, notificando las heridas con la misma voz con la que ahora me habla.

"Para hacer este trabajo hay que ser mentalmente fuerte, eso desde luego. Estamos conviviendo constantemente con la muerte, con las emociones y los sentimientos que conlleva. Hay que ser capaz de estar ahí en medio. Suelo pensar que lo que hay que lograr en este trabajo es como estar en medio del olor de un perfume, olerlo, pero, al alejarte, no llevártelo puesto", recalca.

Me imagino dando manotazos al aire, intentando alejar la nube negra que me perseguiría, el miedo constante. Hay algo heroico en este oficio en el que uno debe acostumbrarse a sumergirse en la muerte sin ahogarse en ella.

Desde luego, en estos años de trabajo, debe haber sido difícil para ella, como lo habría sido para cualquiera, no haberse llevado puesto aunque sea una milésima parte del horror. Isabel ha tenido que enfrentarse a labores titánicas que aterrorizarían a cualquier persona media, como trabajar en situaciones de grandes catástrofes con múltiples víctimas, hacer levantamientos de cadáveres y autopsias a bebés de días.

"Estás ahí, con los padres destrozados, con casos de bebés que han muerto por cuestiones inevitables e impredecibles, como puede ser unos pulmones que no se habían llegado a formar adecuadamente, y consigues sacar lo positivo, sentir que estás haciendo todo lo posible por ayudarlos. Y tengo un hijo pequeño, así que imagínate lo duro que se me puede llegar a hacer", relata Isabel.

Sin embargo, ama su trabajo. Da la sensación de que, establecidas unas barreras internas, este trabajo se funde, como cualquier otro, con la realidad cotidiana, las conversaciones con compañeros, los cafés, y la normalización de todo lo que para otra persona resultaría insoportable.

"Los forenses tenemos un humor muy negro, de eso te das cuenta en cuanto hablas con unos cuantos. Entre compañeros hablamos de qué tipo de apertura de autopsia querríamos que nos hicieran, o quién querríamos que nos la hiciese, y cosas así, dentro de un ámbito de risas, claro, pero con un fondo de realidad, así que se puede decir que estamos habituados a tratar el tema", cuenta con una sonrisa.

Antes de despedirse, Isabel añade: "En todos estos años he aprendido a ser consciente de que hay que vivir mejor, más feliz, más intensamente, devorar la vida. Porque son cuatro días, y dos estamos dormidos".

Francisco, enterrador

Francisco lleva 20 años en el oficio de enterrador y más de 15.000 muertos a sus espaldas. Trabaja en el madrileño Cementerio de San Justo.

"Mi labor principal es la de inhumar y exhumar cadáveres. También atendemos a los visitantes con la localización de las unidades de enterramiento, colocamos flores, y, en ocasiones, también podemos ofrecer desahogo, conversando con los visitantes de este lugar", explica con sencillez.

Por sus características de construcción y su antigüedad, el cementerio de San Justo hace que en algunas zonas no se puedan utilizar los métodos modernos de inhumación y exhumación.

"En general, salvo en esos pocos patios donde podemos introducir un elevador mecánico, hacemos nuestro trabajo con técnicas propias del siglo XIX: barras de hierro, tacos de madera, pesados rodillos también de hierro, punteros, grandes maderos…", explica Francisco. Así pues, la idea del antiguo enterrador, trabajando duramente con sus manos, aún sigue presente.

Francisco lo cuenta con el drama justo, sin cansancio, con una templanza envidiable, y sonríe levemente antes de añadir: "Y, si tengo un hueco, entre muerto y muerto, también escribo". Es entonces cuando la historia de este enterrador toma un brillo distinto y se deja ver el buen aprovechamiento de todo lo vivido. Francisco ya lleva publicados seis libros de una serie que tendrá doce tomos, y que ostenta precisamente el título de "Memorias de un enterrador". Además, lleva un blog.

Si alguien pensó que el oficio de enterrador sólo se podía realizar de forma mecánica e irreflexiva para no verse demasiado afectado, estaba equivocado: en sus escritos, Francisco brilla por su profunda consciencia de la muerte, de la vida, de todo lo que lo rodea.

Recuerda como si fuese ayer su comienzo como enterrador: "Fue en el 92. Regresé del instituto y me encontré a mi padre, que era enterrador, triste y apesadumbrado porque un compañero suyo, también enterrador, acababa de morir. De un infarto. En plena calle. A los 42 años. Entonces ni me lo pensé. Le dije a mi padre que lo sustituiría", recuerda.

Ese impulso, salido de muy dentro, le ha llevado a dedicarse a este oficio con vocación y entrega.

En todos estos años de trabajo, Francisco ha tenido oportunidad para reflexionar. "No puedo hablar de cambios en la forma de sentir la muerte porque anteriormente ni me lo había planteado. En la niñez y en la adolescencia nos sentimos inmortales. Ahora tengo más de 40, y parece que cada día me la encuentre frente a mí, recordándome que tarde o temprano vendrá a recogerme", confiesa con gravedad.

Pesa sobre el oficio de enterrador una negra sombra, casi medieval, de hombre huraño y solitario. Pero Francisco ríe cuando le pregunto por las reacciones de la gente al enterarse de su trabajo, y asegura que la atracción es mucho mayor que el miedo. "Ser enterrador me proporcionó diversos placeres cuando era más joven y no tenía ningún compromiso. En mi caso, despertaba un morbo en las personas que supe amortizar debidamente y con gusto", asegura con voz misteriosa.

Trajinando a diario con cajas que contienen cuerpos muertos, le cuesta creer que haya algo más allá.

"Lo que sí tengo claro es que hay que vivir con lo que uno tiene, al máximo, y amar, amar con todas tus fuerzas a todos los que merezcan ser amados, y luchar, luchar hasta la extenuación por los sueños… porque un día todo acabará", sentencia. Y se aleja, pensativo, por el cementerio, tomando notas para el próximo tomo de sus memorias.

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