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WORLD PRIDE 2017: "RECUERDO MI PRIMER ORGULLO Y CON 16 AÑOS INTENTABA SALIR DEL ARMARIO"

Cómo llevar una minifalda durante la fiesta del Orgullo Gay cambió mi vida

Fui a la fiesta del Orgullo cuando tenía 16 años, y lo que vi allí cambió mi forma de entender lo políticamente correcto. Mi adolescencia llegaba a su máximo exponente, y yo intentaba infructuosamente salir del armario. Por aquel entonces, les dije a un par de amigas que me gustaban las chicas y dejaron de sentirse cómodas cambiándose de ropa a mi lado.

-Amarna Miller

Amarna MillerTwitter @amarnamiller

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El World Pride Madrid 2017 está a la vuelta de la esquina y como todos los años, la gente se se pregunta si son compatibles la fiesta y la protesta.

Estamos a punto de entrar en la fiestas del Orgullo Gay. Una vez al año las calles del barrio de Chueca se llenan de músculos, sudor y olor a pis mientras decenas de carrozas desfilan por la Gran Vía madrileña agitando banderas arcoiris al ritmo de la música tecno y algún super hit de los ochenta.

De Donna Summer a Las Grecas, aquí no hay término medio. Tampoco existe mesura para la cantidad de alcohol, purpurina y disfraces multicolor.

Además, durante esta edición tenemos la suerte de acoger nada más y nada menos que el World Pride, el mayor evento LGTB del mundo con una asistencia esperada de más de tres millones de personas. Ahí es poco.

Como siempre, la polémica está servida y a los medios de comunicación les encanta sumarse al zafarrancho. Carmena ha tuneado unos semáforos muy cuquisy a muchísima gente le parece fatal.

Otros continúan clamando que el estigma ha desaparecido y ya no hace falta reivindicar nada. Supongo que serán los mismos que niegan el patriarcado o que intentan convencerme de la maravillosa situación de los refugiados.

Pero lo que de verdad sigue llenando titulares es el eterno debate entre el derecho a hacer una macro celebración y la reivindicación activista a favor de la igualdad del colectivo. ¿Se puede festejar durante una protesta? ¿O estamos frivolizando la lucha con la fiesta?

El régimen franquista impidió que el Orgullo se celebrase en España hasta bien entrada la década de los 70. En 1977, Barcelona concentra a 4.000 manifestantes que son disueltos por la fuerza y un año más tarde Madrid acoge la primera concentración autorizada.

No es hasta 1996 que se introduce la primera carroza y la protesta empieza a tomar un tinte festivo. Entonces yo tenía siete años, y probablemente me importase muy poco que hubiese una minoría oprimida luchando por sus derechos en la otra punta de la ciudad.

De hecho, la primera vez que oí hablar sobre el Orgullo estaba a punto de cumplir los 16. Había terminado el colegio y empezaba el instituto en un verano lleno de cambios hormonales y revoluciones ideológicas.

José Luis Rodríguez Zapatero acababa de modificar el Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo y todo el mundo tenía una opinión al respecto. Y mientras Ana Botella nos intentaba convencer de que las manzanas no son peras, se estaba fraguando una de las fiestas más impresionantes que yo había visto en mi vida.

Y me acuerdo de todo esto porque para ir a la manifestación del Orgullo Gay del año 2005 me compré mi primera minifalda.

Yo nací y crecí en Vallecas, ese barrio proletario donde cualquier muestra de individualidad se veía como un signo de que te estabas saliendo del redil. Escuchaba Marea y Extremoduro y tenía de vecino al batería de Ska-P. Llevaba faldas largas y camisetas negras con nombres de bandas metaleras que me había comprado en el rastro. Odiaba mi cuerpo, y mi ortodoncia y mis gafas.

Mis compañeros de clase llevaban más dinero en joyería de oro que lo que nuestros padres pagaban cada mes por llevarnos al cole. Los chicos tenían el pelo de punta y engominado, y yo todavía no había descubierto el tinte pelirrojo.

En este clima de cambios externos e internos, mi adolescencia llegaba a su máximo exponente, y yo intentaba infructuosamente salir del armario. Por aquel entonces, les dije a un par de amigas que me gustaban las chicas y dejaron de sentirse cómodas cambiándose de ropa a mi lado. Qué se le va a hacer.

Sintiéndome en una pequeña lucha contra el mundo, alguien propuso que para celebrar el fin de curso nos fuésemos todos de fiesta al Orgullo.

Yo no tenía ni idea de qué era aquello, ni estaba especialmente interesada en salir de noche pero como Hollywood me había enseñado que el cambio del cole al instituto es un momento que hay que recordar, al final me apunté al carro.

Mis inseguridades me llevaban a planear cada evento social con una antelación compulsiva, y decidí gastar mis pequeños ahorros en algo de ropa para la ocasión.

Así conseguí una camiseta de rayas y una minifalda blanca. Por entonces me sentía acomplejada de mis muslos blanditos y los pelos negros que empezaban a crecer en mis pantorrillas pero hice un esfuerzo para quererme un poquito y me animé a llevar las piernas al descubierto.

Y llegó el día, y fuimos a Chueca. Había hombres guapísimos bailando encima de los escenarios, y chicas cogidas de la mano y muchos pantalones cortos hechos en tela dorada por los que rebosaban rollitos de carne mullida.

Y por primera vez en mi vida sentí que cada uno podía hacer lo que quisiese con su cuerpo y que no había que cumplir a pies juntillas las cosas que me habían enseñado.

Pensé que toda esa gente era muy valiente por mostrarse de una forma tan sincera y que ojalá en algún momento yo no tuviese miedo de ponerme unos pantalones así de cortos ni de moverme con tanto desparpajo.

Y admiré la manera en la que los cuerpos vibraban desenvueltos sobre los escenarios, y las parejas se besaban sin importar que hubiese gente mirando. Grité, y yo también bailé y me olvidé de mis piernas blancas y mis muslos grandes.

Una chica me cogió de la mano y otra me dio unas gafas de sol con purpurina y me sentí muy bien y muy libre por primera vez en mi vida.

Llegué esa noche a casa, y la fiesta continuó sin mi. Cerré la puerta de mi cuarto y lloré mucho hasta que me quedé dormida. Se me caían las lágrimas porque tenía muchas ganas de que alguien me quisiese y muchas ansias de querer yo a alguien también.

Un amor de verdad, abierto y sin miedo. Como el de los chicos vestidos de marinero que me lanzaron condones y caramelos desde lo alto de un autobús rosa.

Entonces me prometí a mi misma que no dejaría que nadie me juzgase por amar a quien me diese la mismísima gana. Y que si mis amigas no se querían cambiar a mi lado, eran ellas quienes tenían un problema. No yo.

Esa minifalda se convirtió en mi pequeño emblema, el estandarte de uno de mis primeros reductos de libertad. Una batalla ganada. La primera de muchas.

Así que cuando alguien os diga de nuevo que no hace falta una fiesta para luchar por los derechos de una minoría, decidle que muchas veces dar visibilidad al colectivo es en si misma una forma de protesta.

Y que es muy posible que entre los asistentes haya más personas como esa adolescente que con 16 años pudo entrever el camino que quería seguir en su vida.

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