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LUZ Y TRANSPORTE

El petróleo nos salvó de un desastre ecológico (y el coche, de otro)

Hacia mediados del siglo XIX, los arponeros cazaban como media hasta 15.000 ballenas al año. Sobrevivíamos gracias al aceite de ballena para alimentar las lámparas e iluminar el mundo. Afortunadamente, el descubrimiento del petróleo de Pensilvania permitió evitar un desastre ecológico.

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Aunque los problemas medioambientales se nos antojen un problema actual, son muchas las ocasiones en las que se han producido, tanto por acción como por omisión. Y siempre han sido gestionadas con un avance tecnológico aunque, con el transcurrir del tiempo, el mismo avance haya traído aparejados otros problemas nuevos.

Es el caso del petróleo. De origen fósil fruto de la transformación de materia orgánica procedente de zooplancton y algas, su descubrimiento fue un parche tecnológico a problema medioambiental que suponía la caza descontrolada de ballenas.

En el siglo XIX, el precio de un galón de aceite de ballena oscilaba entre 1,50 y 2 dólares. En 1856 Estados Unidos llegó a producir entre 4 y 5 millones de galones de aceite de ballena para lo que, entre 1835 y 1872, los barcos balleneros capturaron casi a 300.000 ejemplares, un promedio de más de 7.700 al año.

Las ballenas servían para muchas cosas, pero sobre todo servían para obtener su preciado aceite. Como explican Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner en su libro 'Superfreakonomics', "lo más valioso era el aceite de ballena, que servía como lubricante para todo tipo de maquinaria, pero que se utilizaba sobre todo como combustibles para lámparas. Tal como declara el escritor Eric Jay Dolin en 'Leviathan', "El aceite de ballena iluminó el mundo"."

El motivo, como explica Bill Bryson en su obra 'En casa', es que su viscosidad cambia muy poco con el calor o el frío, funciona bien a altas presiones y altas velocidades, humedece la mayoría de los metales y penetra en los resquicios más pequeños.

El aceite de ballena era un milagro, pero no tardaría en escasear.

Y llegó el petróleo

Un día cualquiera, el ferroviario retirado llamado Edwin L. Drake encontró petróleo en Titusville (Pensilvania). De repente, disponíamos de unas reservas enormes de una sustancia incluso más versátil que la de las propias ballenas. Por esa razón, en 1859, Estados Unidos ya producía unos 2.000 barriles anuales de petróleo, cifra que ascendió a 2.000 barriles cada 17 minutos apenas cuarenta años más tarde.

El sector ballenero cayó entonces en picado, y los trabajadores prefirieron pasarse al ferrocarril, al petróleo y a la siderurgia. Las patentes de Michael Dietz (1859) y de John Irvin (1861) de lámparas de petróleo serían los nuevos sistemas para iluminar el mundo... al menos hasta que llegara la luz eléctrica.

Como resume Alessandro Giraudo en su libro 'Cuando el hierro era más caro que el oro', "en 1895, el precio del aceite de ballena cae a 40 centavos el galón, y el del queroseno (como llamaban los estadounidenses al aceite para las lámparas), a menos de 7 centavos. La industria ballenera norteamericana empezó a desbaratarse: menos de cincuenta años después de su apogeo, el 90% de los barcos balleneros habían sido transformados o abandonados".

Coche por caballo

Más tarde, la invención del coche evitó que usáramos un porcentaje significativo de las tierras para alimentar a los caballos, cuyo uso ya era insostenible y provocaba hambre y calamidades. En 1915, nada menos que una tercera parte de toda la tierra cultivada del planeta Tierra estaba destinada a sustentar, exclusivamente, a los caballos.

Necesitábamos esta tracción animal para el transporte y la industria, y los équidos eran la única alternativa, amén de unas pocas unidades de máquinas de vapor móviles y tractores de gasolina.

Además de las hambrunas que iba a propiciar el uso del caballo, el otro problema era la cantidad ingente de estiércol que generaba, lo que también afectaba a nivel medioambiental: un caballo medio producía unos 10 kilogramos de excrementos al día. Con 200.000 caballos, eso equivalía aproximadamente a 2.000 toneladas de estiércol de caballo.

Afortunadamente, llegó la innovación del tranvía eléctrico y el automóvil, como rematan Dubner y Levitt: "El automóvil, más barato en precio y mantenimiento que un vehículo tirado por caballos, fue proclamado “salvador del ambiente”. (…) La historia, por desgracia, no termina ahí. (…) Así como la actividad equina amenazó en otro tiempo con ahogar la civilización, ahora e teme que la actividad humana haga lo mismo”.

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