Participar en este reportaje
supone para una joven de 16 años jugarse la vida y que aumente su pánico
diario: "No puedo dormir bien, cada vez que salgo a la calle estoy mirando para
atrás por si me persigue porque más de una vez ha venido a por mí".
Teme las represalias de su padre, con el que tiene una cita semanal en
un punto de encuentro: "Cada vez que salgo tengo que irme a urgencias porque
salgo con un ataque de ansiedad. La última vez se me paralizó la cara, no podía
ni hablar".
2017 ha sido el año con
más menores muertos por la violencia machista, ocho hasta ahora, una cifra que
revela la utilización de los hijos en muchos casos como arma arrojadiza. Esta
joven, dice, ha vivido en su carne esta estrategia de guerra indirecta y el
daño va más allá de lo físico: "Me siento un estorbo para todo el mundo y estoy
intentando tratarlo con un psicólogo pero, sin yo saber por qué, no me siento
bien, no me quiero levantar de la cama".
Hablar es exponerse, hurgar
en sus heridas, pero quieren hacerlo para exigir que se escuche su voz. Lo
mismo pide Patricia, durante años cada viaje con su padre era una tortura: "Empezó
a dar golpes contra el salpicadero y dijo que iba a estrellar el coche con
nosotros, yo creía que me iba a morir".
Hasta se turnó con su hermano
para permanecer alerta por las noches: "Mi hermano me decía por las noches que
tenía miedo de que le matara". Ella se siente afortunada por poder dar la cara
y haber dejado atrás le miedo a la venganza. Para otros muchos, la amenaza
forma parte de su paisaje cotidiano.