Cuando la droga llegaba a la Península, usaban, según la investigación, narcolanchas en las que podrían transportar hasta tres toneladas de hachís. Y no solo eso, disponían de al menos dos narcoembarcaderos en el río Guadarranque para garantizarse la descarga rápida: después ocultaban la droga en viviendas del barrio de El Zabal, en las llamadas guarderías, casas humildes que no levantaban sospechas ante la Policía.

Para controlar todos los detalles usaban sofisticados equipos de comunicación y tenían a personas permanentemente vigilando los puntos estratégicos. Son sus trabajadores, a los que daban una orden clara de defender la mercancía por todos los medios, llevándose por delante a quien tratara de detenerlos.

Los cabecillas de los Castañas se habían convertido en los amos del negocio de la droga, llevaban una vida de lujo y desenfreno que incluía vehículos de alta gama y mansiones en la que escondían dinero en efectivo incluso debajo de los colchones de las cunas.

Según la Policía, el clan, que lideraban los dos hermanos, llegó a amasar una fortuna que podría alcanzar los 30 millones de euros, uno de ellos continúa en busca y captura.