El 15 de octubre de 1917, hace ahora un siglo, murió una espía y nació un mito. Mata Hari, fusilada por espionaje en las afueras de París, pagó con su vida una acusación sobre la que todavía persisten dudas y que acrecentó la fascinación por esa mujer menuda, objeto de deseo como bailarina erótica.

"Ramera sí, traidora ¡jamás!", dicen que gritó ante el pelotón de fusilamiento. Margaretha Geertruida Zelle, nacida en la ciudad holandesa de Leeuwarden en 1876, no parecía predestinada desde la cuna para la exótica historia que posteriormente se labraría.

Su padre, sombrerero, le permitió una infancia y juventud holgada, que se truncó cuando su negocio quebró y obligó a enviarla a casa de su tío en La Haya.

La joven, atraída desde pequeña por los uniformes militares, vio en el matrimonio su pasaporte para la libertad y en 1895, apenas cuatro meses después de conocer a través de un anuncio en el periódico al oficial Rudolf McLeod, destinado en las Indias Orientales, se casó y emprendió una vida a su lado en Java.

En esa isla indonesia se fraguó su interés por las danzas nativas, al tiempo que se derrumbaba la vida conyugal: tras la muerte de su hijo por una intoxicación alimentaria, se divorció de su marido, 21 años mayor que ella, violento y alcohólico, y se fue a París.

La precaria situación económica en la que quedó le llevó a perder la custodia de su otra hija, y a hacer del baile su método de supervivencia. 1903 fue el año en el que comenzó a reinventarse, y en el que los salones parisinos asistieron al surgimiento de la nueva Mata Hari, que se atribuyó orígenes hindúes y sedujo tanto al público como a una lista sucesiva de amantes, chequera mediante.

Sus espectáculos acababan con la mujer prácticamente desnuda y para 1910 era ya la mejor pagada de Europa. El Olympia o el Teatro de los Campos Elíseos fueron algunos de los escenarios que pisó, en un momento en el que el boca a oreja hablaba ya también del frenesí bajo sus sábanas.