Estados Unidos es todo lo que hay entre Nueva York y Los Ángeles. Entre Seattle y Miami. La mitad y un poco más de todo este territorio apostó por Donald Trump. Y, ¿qué les ha dado a cambio?: la promesa de conservar sus trabajos y poder culpar de todo lo malo a los indocumentados. Antes podías pensar mal de los migrantes ilegales, pero ahora también puedes señalarles como delincuentes delante de quien quieras. Incluso en televisión. Estás legitimado por el Comandante en Jefe.

¿Qué ha dado Trump a cambio? La promesa de conservar sus trabajos y poder culpar de todo lo malo a los indocumentados

Desde la playa de San Diego (California), las vistas de Tijuana (México), son espectaculares. La playa, el Pacífico, la bruma, las dunas, la espuma, las olas. El muro. Ese muro lleva 20 años saludando cada mañana a los mexicanos que allí viven. Recordándoles que lo del primer mundo no es un concepto abstracto: está allí, frente a sus casas, al otro lado de los hierros. Allí comenzamos el viaje.

El coche traga galones y escupe millas, rumbo al este, camino de Arizona. Buscamos a quien sabemos que existe, pero sin saber aún cómo habla, cómo suenan sus argumentos: buscamos a latinos que apoyan a Trump. Existen. Como el resto de latinos, como el resto de humanos, estos también trabajan, comen, duermen, sueñan, aman a sus hijos. Pero votaron por Trump.

Les gusta hablar de inmigración ilegal y delincuencia como un todo. Les gusta olvidar que los ilegales recogen las verduras que sirven en sus negocios de comida mexicana. Les gusta sentir miedo porque tienen a un ilegal viviendo cerca, por si les roba. También les encanta olvidar que el ilegal que vive cerca, cuida a sus niños cuando salen a cenar y les limpia el cuarto de baño.

Les gusta pensar que el sueño americano es cosa de unos pocos. Les gusta olvidar que muchos de ellos, llegaron como ilegales. Así que vuelvo a preguntarme, vuelvo a preguntarles: ¿por qué el 29% de los latinos votó por Trump? Si quieren una respuesta más larga, viajen allí y búsquenla, yo solo encontré una: propaganda.

Además de no tener ni idea de lo que hay entre Nueva York y Los Ángeles, entre Seattle y Miami, en nuestra vieja Europa, reaccionamos de manera parecida ante el discurso del miedo

La misma propaganda, por cierto, que hace tiempo compramos en Europa. Representada en Nigel Farage en Reino Unido o en Marine Le Pen en Francia. Por eso para mirar a Estados Unidos, hay que quitarse las gafas de europeo. Porque, además de no tener ni idea de lo que hay entre Nueva York y Los Ángeles, entre Seattle y Miami, en nuestra vieja Europa, reaccionamos de manera parecida ante el discurso del miedo.

Durante nuestro viaje, visitamos la frontera más segura del mundo. 56 kilómetros de triple valla, 9 metros de altura, vigilada por 800 agentes, aviones no tripulados y cámaras infrarrojas. A pesar de todo, sigue sin ser infranqueable. Allí, charlando largo rato con un agente de la Border Patrol, contraponíamos mentalidades. Hablábamos del Obama Care y de la contribución de cada ciudadano a la sanidad.

Le dije que el 30% de nuestro sueldo de cada mes va directo a pagar los hospitales, a los sanitarios o los tratamientos de toda la sociedad. Abrió los ojos como platos y se echó las manos a la cabeza. Aquel hombre amable, educado, padre de familia, culto y curioso no podía entender por qué de su trabajo, de su nómina, de su sudor, le robaban cada mes un buen pellizco para unos servicios que ni él ni su familia estaban usando, de momento.

Por cosas como esta, las gafas de europeo no nos sirven para mirar a América. Por cosas como esa, juzgar a 46 millones de personas, votantes de Trump, como insensibles, incultos o racistas es una opción demasiado fácil. Llegar entender el por qué de su victoria, de su éxito, es algo más complejo. Bastante más.